Entró tan sigiloso que no me desperté. Se sentó al borde de la cama y me miró dormir unos segundos como queriendo comprobar que era yo y no otra. Cuando me desperté, él se paró a mi lado y me pidió que lo acompañe.
Salimos a un jardín muy grande en donde había un perro y unas niñas. Ellas no notaron que yo estaba, era como si no me vieran. En un momento una de ellas corrió hacia mi y dejó un plato rosa con pastelitos de plástico a mis pies y se fue corriendo.
Tomé su mano me llevó adentro de una casa grande llena de ventanas. Entró conmigo en la cocina y se preparó un café. Yo no quise nada, pero él no me lo ofreció tampoco. Al sentarse, inmediatamente rompió en llanto. Encontré el papel de cocina como si estuviera en mi propia casa y se lo alcancé para que limpie sus lágrimas.
Se levantó y fue hasta el escritorio. Yo lo seguí sin entender. Pensé que quería mostrarme algo. Abrió un cajón, sacó una pequeña caja de madera y guardó algo que sacó de su bolsillo. Luego se sentó y siguió llorando.
Entré despacio y fui hacia donde estaba sentado. Me agaché y lo abracé con la compasión del consuelo.
Una de las niñas, la más grande de unos once años, entró y desde la puerta le dijo
"Por que llorás abuelo?"
En la pared, justo al lado de la niña había un espejo. Ví su imagen como siempre imaginé verla en el futuro. Su cara tenía los surcos de la vida y su pelo nevado brillaba con el sol que entraba por la ventana, pero yo no estaba a su lado.
El lloraba solo, con mi cajita de madera entre sus manos.
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